En el rÃo YabebirÃ, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirû quiere decir precisamente «Rio-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocà un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar renqueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirà hay también muchos otros pescados, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al rÃo, matando millones de pescados. Todos los pescados que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.
Ahora bien; una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenÃa lástima de los pescaditos. Él no se oponÃa a que pescaran en el rÃo para comer; pero no querÃa que mataran inútilmente a millones de pescaditos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenÃa un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los pescados quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos, que lo conocÃan apenas se acercaba a la orilla. Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguÃan arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabÃa nada, y vivÃa feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el YabebirÃ, y metió las patas en el agua, gritando:
-¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahà viene el amigo de ustedes, herido.
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:
-¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
-¡Ahà viene! -gritó el zorro de nuevo-. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno!
-¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! -contestaron las rayas-. ¡Pero lo que es el tigre, ese no va a pasar!
-¡Cuidado con él! -gritó aún el zorro-. ¡No se olviden de que es el tigre!
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caÃa por la cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caÃa a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el rÃo. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron de su paso; y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que habÃa perdido.
Las rayas no habÃan aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.
-¡El tigre! ¡El tigre! -gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla.
En efecto, el tigre que habÃa peleado con el hombre y que lo venÃapersiguiendo habÃa llegado a la costa del YabebirÃ. El animal estabatambién muy herido, y la sangre le corrÃa por todo el cuerpo. Vioal hombre caÃdo como muerto en la isla, y lanzando un rugido derabia, se echó al agua, para acabar de matarlo.
Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si lehubieran clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio unsalto atrás: eran las rayas, que defendÃan el paso del rÃo, y le habÃanclavado con toda su fuerza el aguijón de la cola.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al vertoda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro delfondo, comprendió que eran las rayas que no lo querÃan dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:
-¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan delcamino!
-¡No salimos! -respondieron las rayas.
-¡Salgan!
-¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho paramatarlo!
-¡Él me ha herido a mÃ!
-¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte!¡Aquà abajo está bajo nuestra protección!… ¡No se pasa!
-¡Paso! -rugió por última vez el tigre.
-¡NI NUNCA! -respondieron las rayas.
(Ellas dijeron «ni nunca» porque asà dicen los que hablan guaranÃ,como en Misiones.)
-¡Vamos a ver! -bramó aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulsoy dar un enorme salto.
El tigre sabÃa que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del rÃo, y podrÃa asà comer al hombre moribundo.
Pero las rayas lo habÃan adivinado y corrieron todas al medio del rÃo, pasándose la voz:
-¡Fuera de la orilla! -gritaban bajo el agua-. ¡Adentro! ¡A la canal!¡A la canal!
Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó rÃo adentro, adefender el paso, al tiempo que el tigre daba su enorme salto ycaÃa en medio del agua. Cayó loco de alegrÃa, porque en el primermomento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas habÃanquedado todas en la orilla, engañadas…
Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, comopuñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas,que le acribillaban las patas a picaduras.
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz,que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podÃa más desufrimiento; y la barriga subÃa y bajaba como si estuvieracansadÃsimo.
Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.
Pero aunque habÃan vencido al tigre las rayas no estaban tranquilas porque tenÃan miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más… Y ellas no podrÃan defender más el paso.
En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que sepuso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ellavio también el agua turbia por el movimiento de las rayas y seacercó al rÃo. Y tocando casi el agua con la boca, gritó:
-¡Rayas! ¡Quiero paso!
-¡No hay paso! -respondieron las rayas.
-¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! -rugió latigra.
-¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! -respondieron ellas.
-¡Por última vez, paso!
-¡NI NUNCA! -gritaron las rayas.
La tigra, enfurecida, habÃa metido sin querer una pata en el agua,y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo elaguijón entre los dedos. Al bramido de dolor del animal, las rayasrespondieron, sonriéndose:
-¡Parece que todavÃa tenemos cola!
Pero la tigra habÃa tenido una idea, y con esa idea entre las cejas se alejaba de allÃ, costeando el rÃo aguas arriba, y sin decir una palabra.
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su enemigo era este: pasar el rÃo por la otra parte, donde las rayas no sabÃan que habÃa que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las rayas.
-¡Va a pasar el rÃo aguas más arriba! -gritaron-. ¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!
Y se revolvÃan desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el rÃo.
-¡Pero qué hacemos! -decÃan-. Nosotras no sabemos nadar ligero… ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!
Y no sabÃan qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente, dijo de pronto:
-¡Ya está! ¡Qué vayan los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie!
-¡Eso es! -gritaron todas-. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la tigra ya habÃa nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
Pero las rayas habÃan corrido ya a la otra orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, bramaba, saltaba en el agua, hacÃa volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allà tampoco se podÃa ir a comer al hombre.
Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habÃan acabado por levantarse y entrar en el monte.
¿Qué iban a hacer? Esto tenÃa muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron:
-¡Ya sabemos lo que es. Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. Van a venir todos los tigres y van a pasar!
-¡NI NUNCA! -gritaron las rayas más jóvenes y que no tenÃan tanta experiencia.
-¡Si, pasarán, compañeritas! -respondieron tristemente las más viejas-. Si son muchos acabarán por pasar… Vamos a consultar a nuestro amigo.
Y fueron todas a ver al hombre, pues no habÃan tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del rÃo.
El hombre estaba siempre tendido, porque habÃa perdido mucha sangre, pero podÃa hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que habÃa pasado, y cómo habÃan defendido el paso de los tigres que lo querÃan comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habÃan salvado la vida, y dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:
-¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán…
-¡No pasarán! -dijeron las rayas chicas-. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar!
-¡Si, pasarán, compañeritas! -dijo el hombre hablando en voz baja:
-El único modo serÃa mandar a alguien a casa a buscar el winchester con muchas balas… pero yo no tengo ningún amigo en el rÃo, fuera de los pescados… y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.
-¿Qué hacemos entonces? -dijeron las rayas ansiosas.
-A ver, a ver… -dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara algo-. Yo tuve un amigo… un carpinchito que se crió en casa y que jugaba con mis hijos… Un dÃa volvió otra vez al monte y creo que vivÃa aquÃ, en el YabebirÃ… pero no sé dónde estará…
Las rayas dieron entonces un grito de alegrÃa:
-¡Ya sabemos! ¡nosotros lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar a buscar enseguida!
Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló rÃo abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvÃa una gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco balas.
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido: eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del hombre.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les gritaron:
-¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el rÃo y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el rÃo! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de dorados voló enseguida, rÃo arriba y rÃo abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
No quedó raya en todo el Yabebirà que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del rÃo, alrededor de la isla. De todas partes, de entre piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirà entero, las rayas acudÃan a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos; parecÃa que todos los tigres de Misiones estuvieran allÃ. Pero el Yabebirà entero hervÃa también de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso.
-¡Paso a los tigres!
-¡Paso, de nuevo!
-¡No se pasa!
-¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya, si no danpaso!
-¡Es posible! -respondieron las rayas-. ¡Pero ni los tigres, ni loshijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundovan a pasar por aquÃ!
Asà respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por últimavez:
-¡Paso pedimos!
-¡NI NUNCA!
Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres selanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada heridalos tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendÃan azarpazos, manoteando como locos en el agua. Y las rayas volabanpor el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres.
El Yabebirà parecÃa un rÃo de sangre. Las rayas morÃan a centenares…pero los tigres recibÃan también terribles heridas, y se retiraban atenderse y bramar en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas,pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistÃan;acudÃan sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire,volvÃan a caer al rÃo, y se precipitaban de nuevo contra los tigres.
Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa media hora,todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga yrugiendo de dolor; ni uno solo habÃa pasado.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas,muchÃsimas habÃan muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
-No podemos resistir dos ataques como este. ¡Que los doradosvayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan enseguida todas las rayasque haya en el YabebirÃ!
Y los dorados volaron otra vez rÃo arriba y rÃo abajo, e iban tan ligeros que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
-¡No podremos resistir más! -le dijeron tristemente las rayas. Y aún algunas rayas lloraban, porque veÃan que no podrÃan salvar a su amigo.
-¡Váyanse, rayas! -respondió el hombre herido-. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mÃ! ¡Dejen que los tigres pasen!
-¡NI NUNCA! -gritaron las rayas en un solo clamor-. Mientras haya una sola raya viva en el YabebirÃ, que es nuestro rÃo, defenderemos al hombre bueno que nos defendió antes a nosotras!
El hombre herido exclamó entonces, contento:
-¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo se lo aseguro a ustedes!
-¡Si, ya lo sabemos! -contestaron las rayas entusiasmadas.
Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habÃan descansado, se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va a saltar, rugieron:
-¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
-¡NI NUNCA! -respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los tigres habÃan saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el YabebirÃ, ahora de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacÃa espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres bramaban de dolor; pero nadie retrocedÃa un paso.
Y los tigres no solo no retrocedÃan, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad rÃo arriba y rÃo abajo, llamando a las rayas: las rayas se habÃan concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad habÃa muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerza.
-¡A la isla! ¡vamos todas a la otra orilla!.
Pero también esto era tarde: dos tigres más se habÃan echado a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en medio del rÃo, y no se veÃa más que sus cabezas.
Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el YabebirÃ: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.
El hombre dio un gran grito de alegrÃa, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podÃa; y ya en esta posición cargó el winchester con la rapidez de un rayo.
Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas, veÃan con desesperación que habÃan perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caÃa muerto, con la frente agujereada de un tiro.
-¡Bravo, bravo! -clamaron las rayas, locas de contento-. ¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegrÃa. Pero el hombre proseguÃa tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caÃa muerto lanzando un rugido, las rayas respondÃan con grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del rÃo, y allà las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contentos.
En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habÃan salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allÃ, en las noches de verano, le gustaba tenderse en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los pescados, que no le conocÃan, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre, habÃan tenido una vez contra los tigres.
FIM
___________________________Horacio Quiroga, escritor uruguaio (1878-1937). Viveu boa parte da vida na provÃncia de Missiones, Argentina, região da fronteira trinacional.
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