Muchas cosas desagradables se pueden decir o imaginar de John. Pero nunca le sospeché una mentira; tenía demasiado desprecio por la gente para inventarse cualquier fábula que le fuera favorable. De modo que cuando me contó alegre y bebiendo dry martinis, la historia —para mí, sobretodo— de uno de sus casamientos fallidos, no tuve duda. Era, o fue, como mirar y oír una película sin posibilidad de recomienzo ni temor sobre su capacidad de ser creída. Tampoco quedaba agujero para una sonrisa. Yo llegaba, una semana antes, de París y quería actualizar, confirmar y desechar los rumores que me habían llegado sobre amigos, más o menos comunes, durante mi ausencia. John era un inglés conversador y sabía burlarse de todo con despego, a veces lástima, nunca maldad.
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