– Um conto de Mario Arregui –
Mi casa está levantada al viento, al viejo y vibrante viento del Sur. Yo mismo la determiné aquí, en la desolada garganta de los cerros, a tres leguas del caserío más cercano, a una legua del mar, justo en la ruta más violenta del viento. No he querido sumarle ni un árbol ni un arbusto, nada que la emboce, nada que la defienda. . . Aquí vivo sin hacer otra cosa que vivir, lentamente, baldíamente.
El viento sopla siempre, o casi siempre, y para mí toda la enmohecida rueda del año es invierno, o algo muy semejante al invierno. Sale del mar el viento, sale con lluvias tumultuosas, con espectros polares y voces lúgubres enredadas en la espuma, y asalta la costa y trepa infinitamente los cerros, persiguiéndose a sí mismo. Las tormentas sangran y huyen sobre mí; las nubes bajas lloran en las ventanas y me golpean la cara cuando camino o cabalgo. También salen del mar los solitarios días y también escalan los cerros; son días breves, pálidos, quebrantados, que parecen tener prisa en alcanzar las cumbres y rodar hacia la insondable fosa común de los días. Las noches, en cambio, caen como muertas del cielo empañado y son largas, tremendamente largas, y en ellas el mar se aproxima como un ejército y la niebla aterida pretende forzar mi puerta… Yo no sé si amo u odio al viento; sólo sé que vivo en él y que moriré aquí, en su camino y su presencia.
Mi mujer es blanca y callada. Tiene la boca húmeda y triste y muy hermosos ojos verdes, estancados. Pasa su tiempo junto a una ventana que no mira al mar, fumando cigarrillos. A veces canta con voz tan húmeda y triste como su boca, y otras veces lee libros escritos en un idioma que yo no entiendo. Yo no sé si la quiero. Vivimos juntos, comemos en la misma mesa, dormimos en la misma cama, solemos besarnos ahincada, reciamente y amarnos en silencio hacia las altas horas de las más espesas noches de viento y lluvia; pero yo no sé si la quiero. Tampoco sé si ella me quiere. Yo sé, eso sí, que ella odia al viento.
Y ella no sabe —nadie sabe— por qué señalé este lugar inhabitable para levantar mi casa. Todo viene de algo que me sucedió aquí una noche, hace años. Yo vivía —con ambiciones, con relojes— en una gran ciudad donde los hombres se apresuran entre edificios inmortales. Por un azar que no intentaré reconstruir ni descifrar, estaba esa noche en esta costa, y caminaba solo a la orilla del océano, empujando mi cuerpo contra la sustancia oscura y áspera del viento del Sur. Había, a ras del horizonte marino, una luna en menguante mojada y casi muerta de frío, como salvada apenas de las aguas. Del otro lado, los cerros y el cielo se fundían en una alta muralla de tinieblas. La soledad era total, asombrosa; era la simple, perfecta soledad del planeta sin hombres, la misma que ahora me es como el rostro que cada mañana me atestigua desde el espejo. Yo caminaba y caminaba, inclinaba hacia adelante mi cuerpo, no permitía que mis pasos vacilaran. Más que un lugar, era la mañana, la luz, lo que me proponía ya como punto de llegada. Mientras tanto, la luna se izaba penosamente y la noche se me hacía cada vez más cavernosa y vasta, parecía ahuecarse y retroceder delante de mí. Me sentí incapaz de arribar al alba y busqué el amparo de unas rocas; con resaca y pedazos de tablas que balbuceaban relatos de naufragios, logré una hoguera que me llenó en seguida de un placer casi sagrado; aturdido de cansancio y también feliz, me tendí entregadamente en la arena.
Mario Arregui, escritor uruguaio (1917-1985)
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