Pascuala, texto de Alicia Segovia

Merece unos renglones con lápices de colores en las páginas de la historia de nuestro pueblo.

¿Quien no recuerda a ese especial personaje que en los años 70 nos acompañó caminando por nuestras calles?.

A Pascuala no le interesaban las estaciones.

En invierno o en verano siempre llevaba puesto un saquito y un gorro de lana en la cabeza.

Morena, de baja estatura y delgada.

La conocí durmiendo en un local abandonado sobre la avenida Misiones.

Allí guardaba las cosas que recogía de los tachos de basura; cajas, revistas y piezas quebradas de juguetes de los niños, entre otros desechos.

No sabíamos nada de Pascuala.

Yo me preguntaba:

– ¿De dónde vino?. –

– ¿Tiene familiares?. –

– ¿Qué hecho infausto en su vida hizo que perdiera la razón?.

Después de muchos años un día desapareció de las calles.

Personas solidarias habían intermediado para que fuera recibida en el Hogar de Ancianos “San Ramón”.

Cuando llamé al asilo para recabar información, me atendió la Hermana Eva.

Muy amablemente me reorientó hacia otra persona quien me facilitó los datos que necesitaba.

Así pude saber que su nombre era:

PASCUALA BENITEZ.

Nació en Puerto Bemberg-Misiones, actualmente Pto.Libertad, el 17 de Mayo de 1940.

Falleció en el Hogar de Ancianos el 28 de Marzo de 2018 a raíz de un tumor cerebral.

Era un ser que tenía la inocencia de un niño.

Era un ave pequeña en un nido vacío.

Pascuala fue sol, lluvia, viento, polvo, atardecer y amanecer en compañía de los pájaros y las coplas inagotables de las cigarras.

Era el canto del Crespìn en la melancólica belleza de los montes.

Era parte de la naturaleza.

Ella representaba la soledad de millones de seres humanos que llegan al mundo desamparados.

Cuenta la monja Eva que una hermana vino algunas veces a visitarla desde la Colonia Pirá-Pytá (Paraguay) situada frente a Pto.Libertad.

Pero Pascuala no la reconocía y se negaba a recibir cualquier tipo de cariño o atención.

Como casi la mayoría de los desposeídos, errantes y abandonados, Pascuala no hablaba.

Lo único que balbuceaba a viva voz eran quejas y palabras llenas de irritación.

Algunas veces la escuché muy enojada agitando una vara de madera en las manos, dirigirse a un invisible personaje exclamando:

– ¡Pacheco!…¡Pacheco!…!Vas a ver Pacheco!… –

Otras veces, el destinatario de su alteración era una mujer:

– ¡Ya vas a ver…! ¡cuando te agarre…! ¡Ya vas a ver!.. –

Frunciendo el ceño con nerviosismo se ajustaba al hombro su eterno bolso de tela a rayas, y proseguía su camino.

La varita de madera era su inseparable arma de defensa, su varita mágica.

Tal vez al agitarla espantaba sus fantasmas.

Tal vez al agitarla como en el cuento “La pequeña vendedora de fósforos” de Hans Christian Andersen, se le aparecía su madre con los brazos abiertos.

Para protegerla y darle su amor.
(FIN)