Picnic en el Salto dos Hermanas, por Alicia Segovia

Por todo sentía curiosidad, todo me asombraba y todo me encantaba.

Solitaria, rebelde y traviesa, era muy inquieta y ágil; mi carácter ya demostraba lo que sería a futuro como persona adulta.

A los 6 años aprendí a nadar sola en las verdes aguas del gran río Iguazú que estaba a pocos metros de mi casa.

Recuerdo que en el año 1962 hubo una gran creciente del río, por lo que las aguas inundaron los muelles y llegaron hasta –la curva de la virgencita- así le llamaban al lugar donde estaba emplazada una pequeña figura de la virgen Stella Maris (Estrella de mar) protectora de los marinos y navegantes.

Con mi hermana mayor con total inocencia e imprudencia nos lanzamos a nadar en las oscuras y crecidas aguas.

Mi hermana llevaba un chaleco salvavidas porque no sabía nadar muy bien.

Yo en cambio, me lancé con todos los bríos a disfrutar del agua.

Por la crecida no había playa ni orilla a la que aferrarse, para hacer pie debíamos regresar al mismo lugar de donde habíamos partido – la curva de la virgencita -.

Mi hermana con su chaleco salvavidas no tenía problemas, yo la seguía sin darme cuenta de la gran distancia que me había alejado de la costa.

Luego de nadar por un tiempo bastante prolongado, comencé a sentir cansancio, por lo que intenté sostenerme del salvavidas de mi hermana, pero el peso de ambas hacía que nos hundiéramos.

Hice dos o tres intentos, nos hundíamos y volvíamos a flotar, yo me desprendía del salvavidas para que mi hermana pudiera respirar, pero no tenía más fuerzas.

En ese momento, apareció providencialmente un bote con pescadores que nos socorrieron.

Nos salvaron la vida los pescadores.

Nunca se lo contamos a nuestros padres, porque sabíamos que recibiríamos una tremenda paliza y prohibición de por vida de volver a nadar en el río.

Con la misma edad andaba a los tumbos en la bicicleta de mi hermano mayor; me trepaba a los árboles, bailaba de puntas de pie, quería ser bailarina; mi casa tenía una gran galería con fuertes barandas de madera, en las que yo hacía contorsionismo.

Por todas las caídas de mi ajetreada vida de – Niña rebelde de pueblo chico – tenía siempre las rodillas con heridas y raspones.

Iba a la escuela por la tarde.

Los días calurosos esperaba con ansias oír las campanadas de salida del aula para llegar hasta mi casa, quitarme el guardapolvo y bajar corriendo al río y zambullirme como una mojarrita en sus frescas aguas.

El río estaba plagado de pececitos y sobre el barro que se juntaba sobre los muelles cuando pisábamos las aguas los –peces raya – que se hallaban descansando, moviendo ágilmente sus aletas se escabullían raudamente.

Los fines de semana, el pueblo entero con sus familias partían rumbo a las Cataratas del Iguazú.

En esas épocas era permitido acampar en las inmediaciones de los saltos – Dos hermanas -.

Al mismo tiempo era permitido pescar en la Isla San Martín, los eventuales pescadores cruzaban las pasarelas cargando inmensas piezas de pescados –Dorados -.

A modo de pícnic se extendían sobre el pasto manteles coloridos de algodón, y sobre estos los recipientes con comida y las bebidas.

Una excursión de lujo en plena naturaleza, con los boyeros bulliciosos armando sus nidos colgantes en las palmeras -Pindó- del lugar y el sonido alegre de la caída de las aguas sobre las piedras.

También llegaban al lugar grandes contingentes de familias de localidades próximas, gente de la chacra, en camiones y camionetas.

Próximo a los saltos había un restaurante, propiedad de la familia Calvo, era una gran construcción muy parecida a una – Oca indígena – con techo de paja.

Las mesas y sillas estaban construidas de manera rústica con troncos y ramas secas de árboles.

El salto –Dos hermanas- es una caída bastante caudalosa y tiene dos piletones en forma de olla, la primera y más profunda se halla debajo de la caída de las cascadas, y la segunda es menos profunda y más pequeña.

En el piletón más profundo nos aventurábamos los que sabíamos nadar muy bien, y en el más pequeño disfrutaban las madres con sus niños pequeños.

El agua era verde y muy fresca, con una temperatura agradable.

Todavía puedo sentir entre las pequeñas brisas que soplaban de las cascadas, el olor de las algas y el musgo en las piedras.

Para que yo saliera del agua tenían que venir varias veces a buscarme, recién lograban su objetivo cuando me amenazaban con algún castigo, entonces yo salía con las palmas y las yemas de los dedos arrugados por la prolongada permanencia en el agua.

Para mí ese lugar era el paraíso.

Yo nadaba horas sin parar, solo salía unos instantes para comer alguna cosa.

Me metía debajo de la caída del agua y por la gran altura, el chorro de agua picaba en las espaldas, era una sensación incomparable.

Al atardecer en medio del verdor y el calor de la selva, junto con los tucanes que regresaban a sus nidos, todo el mundo comenzaba a emprender el regreso.

Cargados de la mágica energía de las caídas de agua de las Cataratas del Iguazú, considerado uno de los fenómenos más bellos de la naturaleza.