Cuenta la leyenda que una de las tribus que habíase detenido en las laderas de las sierras donde tiene sus fuentes el Tabay. Dejó después de breve estada el lugar, y siguió su marcha a través de las frondas. Un viejo indio, agobiado por el peso de los años, no pudo seguir a los que partieron obedeciendo el espíritu errante de la raza, quedando en el refugio de la selva en compañía de su hija, la hermosa Yarîi. Una tarde, cuando el sol desde el otro lado de las sierras se despedía con sus últimos fulgores, llegó hasta la humilde vivienda un extraño personaje, que por el color de su piel y por su rara indumentaria, no parecía ser oriundo de esos lares. Arrimó el viejito del rancho un acutí al fuego, y ofreció su sabrosa carne al desconocido visitante. El más preciado plato de los guaraníes, el tambú, brindó también el dueño de casa a su huésped. Al recibir tan cálidas demostraciones de hospitalidad, quiso el visitante, que no era otro que un enviado de Tupá, recompensar a los generosos moradores de la vivienda, proporcionándoles el medio que pudieran siempre ofrecer generoso agasajo a sus huéspedes, y para aliviar también las largas horas de soledad, en el escondido refugio situado en la cabecera del hermoso arroyo. E hizo brotar una nueva planta en la selva, nombrando a Yarîi, Diosa protectora, y a su padre, custodia de la misma, enseñándoles a “sapecar” sus ramas al fuego, y a preparar la amarga y exquisita infusión, que constituiría la delicia de todos los visitantes de los hogares misioneros.
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